La primera novela de Layla Martínez no solo es candidata al National Book Award sino que también ha sido unánimemente reconocida en nuestra tertulia como una obra fresca y valiente con poderosísimas imágenes y un ritmo frenético perfecto.
Encuadrada en el género de terror, más bien fantástico, tétrico o gótico, se vincula tanto con la tradición del llamado realismo mágico de Juan Rulfo en Pedro Páramo como con las novelas de Stephen King y Mariana Enríquez y con películas como La forma del agua de Guillermo del Toro.
El papel protagonista de la casa como metáfora de una tradición familiar que es la de la propia autora atraviesa la guerra civil y la posguerra en Gascueña, un pequeño pueblo de Cuenca. Personajes claves como el bisabuelo proxeneta y la abuela, que con la nieta es una de las dos narradoras de la historia, son reconocidos por Layla Martínez como reales. La historia familiar pasa por cuatro mujeres sin nombre: bisabuela, abuela, madre y nieta, que se transmiten el odio y la rabia contra sí mismas: “Por eso muchas madres odian en secreto a sus hijos y por eso aquí en esta casa nos hemos envenenado tanto unas con otras, porque odiamos lo que nos recuerda a nosotras.”
Un odio que tiene su origen en el abuelo proxeneta y la maldición que transmitió al construir esta casa familiar apartada del pueblo condenándolas a vivir entre sus paredes. Un odio que se alía para hacer frente común contra el resto del pueblo mezquino y morboso y sobre todo contra la familia más poderosa, los Jarabo. Porque en palabras de la abuela “es mejor que te tengan miedo que pena”.
Dos hombres y un niño quedarán emparedados tras el armario de la casa porque la venganza es la única puerta que dejan abierta el odio y la rabia de los débiles más allá de los lapos en la sopa de los señores o las maldiciones en forma de atadillo. La dominación de clase es férreamente determinista y más en un lugar como Gascueña donde el paso del tiempo y los cambios políticos no modifican las estructuras de poder ni permiten puntos de fuga para el rencor y el odio que se perpetúan y acumulan en la memoria de cada familia.
Son protagonistas secundarios pero imprescindibles del relato los ángeles con forma de gigantescos insectos, los santos gore y los muertos que se esconden debajo de la cama y se agarran desesperadamente a los tobillos. Porque en aquella casa no sólo habitan los fantasmas de la familia sino los de todo el pueblo, desde las víctimas paupérrimas de los derrumbamientos de las cuevas en las que se habían asentado como último refugio a los asesinados en la guerra civil. Es la abuela la que tiene el
poder de convocarlos a todos y por eso es admirada por el resto del pueblo que solicita su ayuda a escondidas para entrar en comunicación con los que faltan. Y ella les ayuda y consuela porque esta mujer, a la se le aparecen los santos para envidia de su madre, carece de la total mezquindad de esta, la bisabuela, y por eso intentará inútilmente abrir un camino más allá del pueblo y de la casa a su hija, la madre, aunque al final no podrá resistirse a involucrar a su nieta en la venganza.
La autora evita presentar a estas cuatro mujeres como víctimas e insiste en todo los que las permite aparecer con cierto poder: el emparedamiento del marido proxeneta, la comunicación con el más allá, la belleza seductora de la madre adolescente, la mirada ácida y clarividente de la nieta. Para contar su historia de terror no recurre a la compasión ni la empatía sino al escalofrío descarnado y la aceptación
de su crueldad.
Se señalaron puntos en común con Los santos inocentes de Miguel Delibes sobre todo en la representación de la dominación de clase tan enraizada en la España rural. También se hizo hincapié en la valentía de la autora al tratar temas tan delicados de su propia biografía y, sobre todo, se expresó varias veces admiración por la agilidad y vivacidad de su lenguaje.
En resumen podemos decir que quedamos rendidos ante su habilidad para hacer convivir los fenómenos “poltergeist” con la crudeza de su historia familiar: “Eso es la familia, un sitio donde te dan techo y comida a cambio de estar atrapada con un puñaíco de vivos y otro de muertos. Todas las familias tienen a sus muertos debajo de las camas, es solo que nosotras vemos a los nuestros.”
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